La luz del sol bañaba la pradera
con una displicencia que dolía;
árbol, gusano, piedra: todo era
bañado por igual, día tras día.
El Tiempo resbalaba sobre la era
con una dejadez que adormecía
y a las quejas del Hombre: «¡Para, espera!»
al eterno dolor sordo se hacía.
La fuente susurraba placentera
monótona y suave melodía;
su paz cruel, mordaz insulto era
a la inquietud del Hombre que vivía.
En el campo, en el cielo y por doquiera
la luz su diente hincado había
y el Hombre menos que un guijarro era
en aquella impertérrita armonía.
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